lunes, 19 de marzo de 2012

Federer, el Maestro Zen

Alcanzar la perfección es tarea imposible para los mortales, pero toda regla tiene su excepción. Hace treinta años nacía en Basilea, Suiza, una de esas personas capaces de acercarse a lo perfecto tanto que en ocasiones lo parece. Roger Federer comenzó su carrera con serios problemas de conducta. Un chico joven, introvertido y rebelde que tenía actitudes negativas cuando las cosas no le iban bien. Primero con el prestigioso preparador físico Paul Dorochenko y después con el entrenador sueco Peter Lundgren, Roger fue puliendo imperfecciones para llegar a la máquina que conocemos hoy y que pasará a la historia como el mejor tenista de todos los tiempos.
Con la llegada del nuevo siglo, Federer dejó de contar con Dorochenko y su entrenamiento diario pasó a manos de Lundgren. El entrenador sueco fue como un padre para Roger, que no necesitaba grandes correcciones en su juego, pero sí en su concentración y en la forma de afrontar los problemas. Lanzar la raqueta contra el suelo tras un punto fallido era un hábito repetitivo en sus inicios, sin embargo en la actualidad no se recuerda ni un sólo intento a lo largo de su brillante trayectoria.
Tras unos duros años en los que vivió derrotas en todas sus participaciones en torneos de Grand Slam, sería 2003 el que cambiaría su carrera y, probablemente, la del resto de tenistas que han compartido estos años con él en el circuito. Aquel año, el cetro mundial se lo disputaban Andy Roddick y Juan Carlos Ferrero. El valenciano, campeón en Roland Garros y subcampeón del US Open ese mismo año, alcanzó el número uno de la ATP en septiembre, pero el de Nebraska se llevó el honor de finalizar la temporada en lo más alto tras vencer en la final de Nueva York al propio Ferrero. Ninguno de los dos serían un problema para Roger, que asombró a propios y extraños con una impresionante victoria en Wimbledon, el torneo entre torneos, y en la Copa Masters que ponía fin a la temporada, en Houston. No acabó el año en lo más alto de la clasificación, pero ya todos sabían que ese tipo de media melena y cinta en el pelo había llegado hasta la élite para dominarla. Y así fue a partir del 2 de febrero de 2004, tras vencer con comodidad en el Abierto de Australia.
Tras un par de temporadas viviendo duelos intensos con Roddick, quien perdía permanentemente las finales, llegaron los inolvidables duelos con Nadal. Y quizá esta sea la piedra de toque de Federer. El dominio dictatorial que había impuesto en el circuito se veía amenazado por un joven y extrovertido chico que tenía el mismo carácter ganador que él. Se convirtió en su bestia negra, le ganaba en todas las superficies, hasta en "su" Wimbledon. La final del torneo londinense de 2008 aupó a Nadal al peldaño más alto del deporte mundial, no por posición, sino por importancia. Ese joven insaciable acababa de asaltar el tesoro más preciado de Roger, la perfección suiza se tambaleaba.
Por si aquello era poco, al año siguiente llegó otro momento imperdible para todo apasionado al tenis. En Melbourne, Australia, se volvían a ver las caras en una nueva final. Nunca antes lo habían hecho sobre suelo australiano y Nadal de nuevo arrebató el trofeo a un Federer que mostró a todo el mundo su hundimiento. Entre lágrimas, como un niño pequeño, exclamó "¡esto me está matando!". Tan duro como cierto. Parecía que aquel momento amenazaba con ser el principio del fin, que el expreso de Basilea se rendía ante la potencia balear, que las fuerzas se le habían terminado antes de lo que todos pensábamos. Pues bien, dicen que los grandes lo son porque se levantan después de los golpes. Que cuanto más dura es la derrota, más grande uno es al levantarse. Federer no cayó en la tentación de abandonar la lucha. Hizo de su rivalidad con Rafa una amistad que el mundo del deporte nunca les agradecerá lo suficiente. La mayor rivalidad transformada en compromiso, humanidad y ejemplo para todos.
Ese mismo año, meses después, el destino quiso que París le devolviera la moneda. El imbatible Nadal llegó tocado a Roland Garros y sufrió una dura derrota ante Soderling. La tierra batida, anhelo eterno del suizo, estaba en su mano. La victoria en París le situaría, ahora sí, en el escalafón más alto de cuantos haya en el mundo del tenis y, seguramente, del deporte mundial. No desaprovechó la oportunidad y, esta vez con lágrimas de otro sabor, alzó la Copa de los Mosqueteros como nuevo campeón.
Roger se casó con la ex-tenista Miroslava Vavrinek y ese mismo verano fue padre de dos mellizas. Su establidad familiar ha sido el pilar que le ha mantenido firme en el circuito desde las derrotas con Nadal. La paternidad cambió la filosofía del suizo y le hizo mirar su trabajo de otra manera: transformó la dificultad de ser número dos en ilusión por volver a ser el número uno.
En 2011 un nuevo reto aparece en su carrera dificultando aún más su nuevo objetivo. Un imparable Djokovic arrasa con todo lo que se le pone enfrente, incluido Nadal, dejando en un tercer plano al suizo. De nuevo un puesto menos, número tres. De nuevo un golpe, de nuevo una reacción. Cuando todo el mundo fijaba su mirada sobre los dos jóvenes que impresionaban al mundo con su tenis, el veterano Roger sileció a base de raquetazos a todos los que le habían jubilado con antelación. La Copa Masters de Londres cayó de su lado de manera indiscutible. Su clase y su paciencia le permitieron seguir siendo maestro de maestros. Y como si de una repetición se tratase, ayer, en Indian Wells, de nuevo alzó los brazos, miró a su mujer y, simplemente, venció.
Ya suma la friolera de 73 títulos individuales y 8 en dobles. Disfrutemos de él lo que el tiempo quiera. Disfrutemos de Federer, el Maestro Zen.

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